Lo que piensa un viejo

El tiempo me habla, como habla con todos los que nos miramos al espejo, y vemos reflejadas canas donde hubo color, arrugas donde hubo piel suave, y cansancio donde fluyó vitalidad. El tiempo me habla, me dice que haga lo que se hace cuando es tan largo el pasado y tan corto el porvenir, me dice: «Vuelca la mirada hacia el ayer, y piensa, y piensa, y piensa…».

Yo escucho y obedezco. Pienso en los jóvenes, en esos que anhelan conquistar un mundo inconquistable. A veces quiero advertirles, contarles sobre la multitud de jóvenes que llegamos antes, los que confiados anunciamos que cambiaríamos el mundo y al final, fuimos cambiados por el mundo. Pero me contengo, no puedo evitar sentir alguna simpatía al verlos marchar en su desfile de ambición y optimismo. Me digo a mí mismo, que si entre mil derrotas la juventud encuentra espacio para una victoria, bien vale su esperanza.

Pienso en aquellos a los que alguna vez llamé enemigos. Los odié con furia arrolladora, odié sus injusticias y sus ofensas. Hoy ese odio ya no importa, porque ya no existe. No porque haya cambiado mi juicio sobre sus acciones, ni por un perdón que nunca supieron pedir. Tiene algo que ver con las décadas, y ese lento y curioso efecto que tienen sobre las emociones de un hombre. El afecto puede sobrevivir, incluso volverse más fuerte con el paso del tiempo, pero el odio se diluye y se pierde en alguna parte del camino. Tal vez sea porque los viejos dividimos a la humanidad en solo dos categorías, la de los ricos en cicatrices y los pobres en cicatrices, y todos los adversarios de ayer hemos vivido lo suficiente, como para hermanarnos en la primera.

Pero sobre todo, pienso en ella. Me pregunto si hay noches que aún la descubren, leyendo con nostalgia ese capítulo de su vida, cuyas páginas están llenas de mí.

Quiero saber cómo hace, a pesar de los años y la distancia, para todavía colarse, traviesa y furtiva, allí donde se forman mis sueños, perturbando mis madrugadas.

Abandoné las grandes preguntas de mi juventud, ya no me pregunto acerca de Dios, el universo y el destino. Las cambié por otras, en apariencia más simples, pero igualmente incontestables. Como por ejemplo, si todavía caza mosquitos, con el ímpetu con el que los leones cazan gacelas, o si todavía le molesta que al posar la mirada sobre la nada, alguien tenga la impertinencia de preguntarle qué le pasa.

Le pregunto al tiempo, por qué con los años me hizo olvidar los nombres de tantos amigos, pero aún me hace recordar el peso exacto de su cabeza, recostada sobre mi pecho.

Me pregunto si cuando se cierren mis ojos y me devuelvan a la tierra, caerán lágrimas, y si algunas serán de ella. O si todavía me falta recibir una cuota de mis heridas, a ser cobrada con un beso sobre su frente fría.

Y me pregunto por qué no la busqué, si fueron los viejos rencores, si fue el miedo o el orgullo, o estos tres demonios juntos, conspirando contra una vida que imaginé y no viví.

Me pregunto si volvió a mostrar su alma, si fue feliz, y si alguien ocupó mi lugar en sus abrazos. Y allí nace la pregunta más difícil: ¿quiero que así haya sido? Una lucha terrible se desata, mi amor se destroza a golpes con mis ganas de sentirme imprescindible. Y de esta violenta puja emerge un vencedor, consiguiendo la única respuesta entre tantas preguntas: sí, sí quiero.

Voy rumbo al último de mis atardeceres, y en el camino seguiré buscando respuestas que no se dejan encontrar. ¿Por qué? Porque ella vino y se fue, y entre sus huellas dejó mil preguntas.

 

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